El Roce



Por fin más calmado, decidí darme la vuelta y me quedé sentado en el suelo de espaldas a la pared. Estiré la cabeza levemente hacia atrás, hasta dar contra la tapia de aquel muro; y allí lo dejé reposar, acunado entre el casquijo del hormigón. Con pereza, respiré fuerte por la boca, abrí los ojos y contemplé el agitado lienzo del cielo recubierto. Me quedé un rato observando las macizas nubes fundirse entre una multitud de sombras y tonalidades grisáceas, mientras labraban un sinfín de grotescas imágenes que resultaban inquietamente vacilantes y definidas a la vez. Harto del macabro espectáculo y a punto de cerrar los ojos de nuevo, cernió entre los nubarrones lo que aparentó ser un vago y difuso retrato de ella.

En un abrir y cerrar de ojos, toda sensación de angustia me abandonó y la álgida marrullería de mi desasosiego desvaneció. Al ver el hermoso espectro de su rostro suspendido ante mí, fui misteriosamente trasladado a la cálida tranquilidad de esa habitación tenue e iluminada por las ascuas de un fuego que estaba a un santiamén de extinguirse. Aliviado por completo, me encontré plácidamente reubicado entre el mullido de una plétora de almohadas blandas de plumas cálidas, envuelto por sábanas suaves y perfumadas, y con su maravillosa mirada impregnado por el sutil reflejo de las brasas, fijada solo en mí. Con ella, ligeramente incorporada al borde de la cama, canturreando esa bella nana, a la vez que deslizaba sus exquisitos dedos entre los delicados rizos de mi melena infantil, ese gran peso agotador, traspasó cada poro de mi piel, para esfumarse entre el prodigioso poderío de un instante de felicidad indescriptible.

El tierno roce de su mano resulto ser tan intenso que se me puso la piel de gallina, y el dulce sonido de su encantadora voz, se me hizo encoger él corazón. Al sentir la fuerza de su cálido consuelo, nació dentro de mí una lágrima diminuta y cristalina, que inicio un viaje paulatino hacia mi mentón, abriendo su camino entre las arrugas de una cara marcada por las experiencias recolectadas a lo largo de toda una vida. Con ello, sus bellas facciones desaparecieron del cielo tal como vinieron; disipándose lentamente entre el tenebroso baile de aquellos nubarrones, y allí me quedé sentado, embriagado por la luz resplandeciente de una luna que parecía brillar en celebración de la euforia que ocupaba mi alma, a consecuencia del obsequio del alivio y la despreocupación que ella me había regalado.

Hacia tanto que no había sentido tan perfectamente seguro ni tan a salvo…



©Niall Walsh.
2012-Relatos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario